La Razón (01.11.2018) E l 7 de octubre se celebra el Día Internacional del Trabajo Decente, fecha que es aprovechada para evaluar los esfuerzos de los actores laborales (trabajadores, Estado y empleadores) destinados a materializar los objetivos que impulsan dicha conmemoración.
Conviene comenzar con algunas definiciones. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) define al trabajo como el conjunto de actividades humanas, remuneradas o no, que producen bienes o servicios en una economía, satisfacen las necesidades de una comunidad o proveen los medios necesarios para el sustento de los individuos. A su vez, el empleo es definido como el trabajo efectuado a cambio de una remuneración (salario, sueldo, comisiones, propinas, pagos a destajo o en especie), sin importar si se trata de una relación de dependencia (empleo asalariado) o de autoempleo.
En 1999, el entonces director general de la OIT, Juan Somavía, presentó el documento titulado Trabajo Decente en el que hace hincapié en la importancia de alcanzar cuatro objetivos estratégicos en este ámbito: a) derechos en el trabajo, b) oportunidades de empleo, c) protección social y d) diálogo social. Cada uno de estos objetivos cumple una función que apunta a alcanzar metas más amplias, como la inclusión social, la erradicación de la pobreza, el fortalecimiento de la democracia, el desarrollo integral y la realización personal, entre otros.
En palabras sencillas, el trabajo decente sintetiza las aspiraciones de la persona durante su vida laboral. Implica simultáneamente la posibilidad de acceder a un empleo productivo con un ingreso justo y proporcional al esfuerzo realizado, seguridad en el lugar de trabajo, protección social familiar, mejores perspectivas de desarrollo personal e integración social, igualdad de oportunidades sin discriminación de género o de cualquier otro tipo, así como la libertad para expresar opiniones, organizarse y participar mediante el tripartismo y el diálogo social en las decisiones que afectan su vida. Estos cuatro pilares no se construyen de forma independiente, sino que resultan de una combinación de todos ellos; pues la realización personal está relacionada no solo con el ámbito laboral, sino también con otros aspectos (familiares, sociales, espirituales, etc.).
En América Latina, estas aspiraciones y su perspectiva pueden no ser realistas, si tomamos en cuenta las estadísticas divulgadas por la OIT en la última reunión regional que se organizó a principios de octubre: limitado desarrollo laboral productivo debido a la elevada informalidad (62% del PIB para el caso boliviano, según el FMI, el mayor porcentaje del mundo); desigualdad de género y limitado diálogo social y tripartismo en los ámbitos laborales y de desarrollo productivo.
De acuerdo con la OIT, estos factores traban el desarrollo de muchas personas en América Latina. Asimismo, concluye que el mayor obstáculo para avanzar no es la economía, sino la política, debido a la polarización ideológica y debilidades institucionales agravadas por escándalos de corrupción, cuya combinación dan lugar a un círculo vicioso que dificulta el progreso.
En el caso de Bolivia, conviene destacar que el objetivo de garantizar el acceso a toda la población de un trabajo decente está muy lejos de alcanzarse, a pesar de la empatía del Gobierno con los trabajadores. Esto se debe en parte porque el sector informal es ampliamente mayoritario en el mercado laboral, y quienes lo conforman no reciben los beneficios que otorga el Gobierno anualmente, como los aumentos salariales o el doble aguinaldo; medidas que dicho sea de paso no son acordadas mediante un diálogo social tripartito.