Cinco Días (22.10.2018) Las pensiones siempre han sido el gran problema financiero del futuro en España. Desde que en 1985 se hizo la primera reforma seria del sistema de la Seguridad Social para prohibir la compra de prestaciones y tratar de garantizar que nadie se llevase lo que no había puesto, el futuro se ha ido retrasando con sucesivos parches, pero ahora se ha echado encima y no bastan los milagros de sor Virginia. Se precisa una reforma integral del sistema de protección a la vejez para que el futuro, cuando llegue, sea el jardín de las delicias y no un conflicto continuo.
as pensiones siempre han sido el gran problema financiero del futuro en España. Desde que en 1985 se hizo la primera reforma seria del sistema de la Seguridad Social para prohibir la compra de prestaciones y tratar de garantizar que nadie se llevase lo que no había puesto, el futuro se ha ido retrasando con sucesivos parches, pero ahora se ha echado encima y no bastan los milagros de sor Virginia. Se precisa una reforma integral del sistema de protección a la vejez para que el futuro, cuando llegue, sea el jardín de las delicias y no un conflicto continuo.
De momento, estamos sin noticias de tal reforma integral. El plan presupuestario del Gobierno enviado a Bruselas no da más pistas que el silencio, y las medidas sobre Seguridad Social se limitan a subir alegremente las cuantías como lo haga el IPC y un 3% las mínimas y las asistenciales, que proyectarán su onerosa onda expansiva en el gasto durante décadas, y a una fuerte subida de las bases mínimas de cotización por el alza del SMI en ingresos. Este Consejo de Ministros, como el anterior, aunque conoce el problema, en vez de meterle mano deja que engorde cada año como ese indeseable elefante blanco de las culturas orientales que no genera otra cosa que problemas.
Con las dos sucesivas reformas severas de los años 2011 y 2013, ambas obligadas por las circunstancias de la crisis y el riesgo de intervención de los mercados financieros, habíamos circunscrito el problema de las pensiones al futuro, al largo plazo. Con la prolongación de la edad de jubilación hasta los 67 años, la ampliación de la base de cálculo de la prestación después, y el cepo al dispendio del factor de sostenibilidad por último, los problemas financieros se diluían lentamente con los años, con una política en frío que exigía también más años de trabajo para cobrar pensión, diluía la cuantía con cotizaciones antiguas más pobres y ajustaba los cobros a la marcha de la economía y de la esperanza de vida.
Pero el severo ajuste del empleo durante los cinco largos años de recesión (casi cuatro millones de asalariados) y la fortísima pérdida de cotizaciones recordó que el problema, pese a las herramientas correctoras aprobadas, era de medio plazo y que habría que actuar antes, o bien anticipando la aplicación del factor de sostenibilidad (estaba previsto para 2019) o bien adelantando el retraso retardado de la edad de retiro (solo se hacía efectivo a los 67 años en 2027) o bien con ajustes adicionales a los ya diseñados y aprobados por el Parlamento.
Fue en ese punto, en el verano de 2015, cuando el entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que afrontaba las elecciones de diciembre de ese año, advirtió que el gran asunto que tenía la sociedad por delante, y que debería afrontar con el máximo consenso político y social, era la sostenibilidad de las pensiones y el gasto social asociado a la sanidad por el súbito envejecimiento demográfico que afloraría en España en el tercer decenio del siglo. Hay que recordar que en 2033 la población de más de 65 años superará el 25%, frente al 19% actual.