Riesgo, vulnerabilidad y protección social en América Latina

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socialprotection.org (02.01.2018)  América Latina es una región marcada significativamente por profundas desigualdades sociales, donde intervienen factores políticos, económicos, sociales, culturales e históricos en la génesis, desarrollo y mantenimiento de la pobreza y las brechas de desigualdad social. En este sentido, los sistemas de protección social contemporáneos en la región buscan implementar mecanismos de protección masivos ante el riesgo y la vulnerabilidad de una población muy diversa y heterogénea. Por otra parte, encontramos que el bienestar social en América Latina es frágil y fluctuante.

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América Latina es una región marcada significativamente por profundas desigualdades sociales, donde intervienen factores políticos, económicos, sociales, culturales e históricos en la génesis, desarrollo y mantenimiento de la pobreza y las brechas de desigualdad social. En este sentido, los sistemas de protección social contemporáneos en la región buscan implementar mecanismos de protección masivos ante el riesgo y la vulnerabilidad de una población muy diversa y heterogénea. Por otra parte, encontramos que el bienestar social en América Latina es frágil y fluctuante.

Esto significa que quienes han salido de la pobreza no están exentos de volver a ella y quienes nunca han sido pobres pueden verse afectados por graves contingencias, como: la enfermedad y el desempleo (Cecchini y otros 2015, p.34).

Es por ello que la vulnerabilidad es un problema estructural en la región que afecta diferencialmente a cada grupo social según las características contextuales del país donde se encuentre. Por riesgo social, se entiende al conjunto de hechos recurrentes, situaciones o condiciones diferenciadas de vulnerabilidad ligadas a categorías poblacionales, como: etapa del ciclo vital (infancia, juventud, adultez y vejez), nivel educativo, clase social, sexo y raza. Esto pone de manifiesto el impacto diferencial de los riesgos sociales.

Por ejemplo, la infancia es un periodo de gran vulnerabilidad, ya que los niños y niñas están expuestos a una gran diversidad de riesgo que afectan su desarrollo debido a su alta dependencia familiar. La adolescencia y juventud, por su parte, enfrentan los desafíos de la emancipación y desarrollo de sus potencialidades.

En este sentido, las parejas jóvenes están más expuestas a riesgos asociados a la pobreza producto del inicio del ciclo reproductivo y productivo, en una etapa donde todavía no se ha alcanzado la plena autonomía. Los adultos enfrentan riesgos asociados a su inserción y permanencia en el mercado laboral, aunado a la carga familiar, y la vejez enfrenta riegos vinculados a su decadencia física y a la perdida de vínculos con el mercado y la familia.

 

Estructura de riesgos y necesidades de protección social

También encontramos que estas estructuras de riesgos están predeterminadas y se observa que varían en todas las sociedades, al igual que la forma como ella y el Estado se articula en su producción y distribución. De la misma manera ocurre con los mecanismos que ambos implementan para reducir su impacto (Esping-Andersen y otros, 2002).

Cada país tiene una estructura de riesgo y abordaje distinto. Por ejemplo: es muy diferente la situación de un país donde la tasa de natalidad se concentra en adolescentes pobres que en otro donde está en la clase media mayor de 35 años. Al igual ocurre con los jóvenes, cuyas oportunidades se reducen en una sociedad con escasas oportunidades de educación y formación laboral y con mercados laborales de difícil acceso, que otros que cuentan con buenos sistemas educativos y mercados de trabajo cuyo acceso es más abierto y flexible.

Igualmente, se observa en un país donde la legislación favorece la incorporación de las mujeres al mercado laboral que otro donde se imposibilita. “Los adultos mayores que viven en sociedades de fuerte solidaridad familiar se encontrarán menos desamparados que aquellos que viven en sociedades donde las familias constituyen una unidad débil de agregación de riesgos y recursos” (Cecchini y otros 2015, p.35).

Por otra parte, hay que considerar que en la producción y distribución de los riesgos sociales, el Estado desempeña un rol muy importante, y el impacto de los riesgos en los diferentes grupos poblacionales depende tanto de las acciones del mercado, de la familia y de la comunidad como de las acciones del Estado, pero este último es quien determina el sistema impositivo y regulatorio. Los otros actores (el mercado, la familia y la comunidad) imponen restricciones a las acciones del Estado, pero no toman decisiones vinculantes; ellos pueden reclamar sus derechos y exigir la garantía de los mismos, pero la decisión final la tiene el Estado.

La dinámica de esta situación posibilita o imposibilita la construcción de los sistemas de protección social, los cuales requieren pactos sociales amplios para ser realmente efectivos (Hopenhayn y otros, 2014).

En consecuencia, el Estado contribuye por acción u omisión a la estructura de producción de riesgos y su capacidad de respuesta afectan significativamente la vulnerabilidad de los diferentes grupos sociales. Por otra parte, las transformaciones en la familia y el mercado modifican la estructura de los riesgos sociales, y la respuesta del Estado debe adaptarse a dichos cambios. Si esto no ocurre, se incrementa su magnitud e impacto como ocurrió en la región en la década de los 80’s y 90’s, donde la respuesta del Estado ante las demandas sociales fue fragmentada, inefectiva y equivocada, lo cual amplió considerablemente las desigualdades sociales existentes.

 

Vulnerabilidad, riesgo y bienestar social

Ante la masividad de los riesgos y una ineficiente respuesta del Estado pueden ocurrir dos cosas: se producen cambios adaptativos en el mercado, la familia y la comunidad para mitigar su impacto, o se incrementan exponencialmente los nuevos riesgos para los grupos sociales más vulnerables (Filgueira, 2007). Por ejemplo, en las décadas de los ochenta y noventa, se observó un retorno a la familia extendida como un mecanismo de adaptación ante la caída de los salarios reales en muchos países de la región.

Cuando las empresas deciden desarrollar programas de responsabilidad social para incrementar la calidad de la mano de obra, estamos ante una forma de respuesta frente a un deficiente sistema educativo. Cuando las comunidades se organizan para dar respuestas a la falta de servicios, constituyen también medidas para suplir la ausencia del Estado.

Estas acciones no ocurren espontáneamente, son producto de la agudización del impacto de la situación adversa. Para que la respuesta sea realmente efectiva, deben cumplirse ciertos requisitos, como: una familia bien estructurada consciente de las necesidades de sus miembros, empresarios con sentido de responsabilidad social o una  comunidad organizada que ha construido buenas redes de apoyo.

Estas condiciones previas permiten una buena absorción del riesgo, pero cuando estos requisitos no están, ni tampoco hay respuesta por parte del Estado, ocurren escenarios donde se incrementan en gran manera las desigualdades sociales; esto ocasiona situaciones que empeoran el impacto del riesgo; como:

  1. Trampa intrageneracional: la pobreza captura a una generación al no contar con mecanismos de movilidad provistos desde el mercado, el Estado o la familia.
  2. Trampa intergeneracional: las generaciones subsiguientes heredan en su totalidad o de forma ampliada los condicionantes estructurales de la pobreza al no existir correctivos sociales estatales que impidan su transmisión.
  3. Eventos que originan cadenas catastróficas: son eventos que por su impacto tienen una alta probabilidad de afectar negativamente la calidad de vida, ya que suprimen activos o propician la perdida de vínculos proveedores de bienestar, lo cual incrementa la movilidad social descendente, como una enfermedad grave, el desempleo prolongado o un divorcio traumático (Cecchini y otros, 2015; Filgueira, 2007).

Estas situaciones nos remiten a la clasificación de los riesgos propuesta por Esping-Andersen (1999), quien ubica a los riesgos sociales en tres categorías: 1) riesgos de clase, 2) riesgos asociados al ciclo vital, y 3) riesgos intergeneracionales. El primero y el último requieren intervenciones del Estado que puedan absorber su impacto. Por ello, la acción es desfamiliarizada (extraída de la familia) y desmercantilizada (extraída del mercado), lo cual implica la reducción de la dependencia de la familia y del mercado.

En cambio, los riesgos del ciclo vital están determinados por la falta de correspondencia entre las necesidades y los ingresos o capacidad de respuesta (Ruscheinsky y Martínez, 2014).En los riesgos de clases y del ciclo vital se requiere una protección social basada en la universalidad de los derechos y los riesgos intergeneracionales necesitan políticas públicas de igualdad de oportunidades.

En resumen, consideramos que la protección social en la región tiene que mirar con cuidado los cambios en la familia y el mercado y adaptar sus instrumentos de protección a dichos cambios. La arquitectura social del Estado anclada en el modelo europeo de bienestar, que se fundamenta en el empleo formal, se encuentra totalmente divorciada de la estructura de riesgos latinoamericana, donde la alta informalidad del mercado laboral, la monoparentalidad familiar con jefatura femenina y la desregulación de los mercados laborales incrementan los riesgos asociados al ciclo vital e intergeneracionales.

Es por ello que la protección social latinoamericana de cara al futuro tiene que profundizar los cambios y cimentar su acción en una lógica de intervención que considere las características sociales, económicas, políticas y culturales de la región, aunada a la diversidad de demandas y necesidades de los diferentes grupos sociales para ofrecer alternativas de protección realmente efectivas.